Acabemos con esta aventura

La decisión hacía semanas que estaba tomada. Llegamos al borde del acantilado justo en el momento preciso. Como hacen los magos de verdad, ni pronto ni tarde. Había sido protagonista de una persecución épica. Ella el objetivo, yo a su lado.

Saltó desde la ventana de su apartamento al tejado del edificio de enfrente esperando que la oscuridad de la noche la protegiese. No fue así. La vieron, la olieron, la sintieron. Todo a la vez. En realidad, contaba con ello. Mientras bajaba las escaleras del edificio, de cada puerta salían por decenas. Uno la agarró del brazo izquierdo y le dislocó el hombro, otro la pierna derecha y se llevó una patada en la boca. Cinco pisos, una eternidad. Al llegar al portal vio que en la calle la esperaban muchos más. Cientos. Desordenados, confundidos, aguardando a que apareciera para darle caza.
El tiempo se detuvo dos segundos, tres, cuatro…
¡Piensa, Carla!
Ni siquiera oía el murmullo ensordecedor de los cientos de frenéticas pisadas sobre los peldaños que había dejado atrás.

Fíjate, está ahí, al otro lado de la calle.

Carla abrió sus enormes ojos verdes. Entre los cuerpos inertes que se bamboleaban de un lado a otro había visto fugazmente la moto. Su mirada se entristeció. «Juan, amor mío», pensó. Gracias a él habían podido escapar. «¡Corred, insensatas!», nos gritó desde el suelo. Seguro que sonriendo. Fue su última broma, asfixiado por decenas de cuerpos hambrientos que cayeron desordenadamente sobre él.

No tenía tiempo que perder. De un salto y dando un fuerte empujón a la puerta salió a la calle. Miles de cabezas se volvieron hacia ella, miles de ojos ávidos la taladraron y Carla echó a correr hacia la motocicleta. Cuatro zancadas. Un empujón a la derecha. Los seres empezaron a reaccionar lentamente y avanzaron hacia ella. Dos zancadas más. De pronto un dolor punzante le hizo soltar un profundo alarido. Perdió el equilibrio. Cayó al suelo. Había recibido un golpe en ese hombro que el subidón de adrenalina le había hecho olvidar. Sabía que tenía que levantarse.

Pero ya los tenía encima. Cuatro, seis, ocho manos trataban de sujetarla mientras ella trataba de zafarse. «La linterna». Metió la mano en el bolsillo del pantalón y la sacó. La encendió rápido y apuntó a la cara más cercana. «¡Toma cuatro mil lúmenes, cabrón!». Por un instante observó cada pequeño detalle de aquel rostro desvencijado: los ojos levemente desencajados de las cavidades oculares velados por una fina capa blanquecina; la boca abierta desbordante de saliva descolgándose densa por las comisuras de los labios; los dientes puntiagudos sobresaliendo demasiado de las encías retraídas; la piel rota y despegada de la carne; la carne abierta y despegada del hueso.

Carla sabía que la linterna no la mantendría a salvo mucho tiempo. Se levantó con toda la rapidez que le permitía su hombro izquierdo y corrió rauda hacia la motocicleta, deslumbrando con la linterna los ojos que iban apareciendo en su camino. La llave estaba puesta y el motor encendido. Probablemente el último humano que había querido escapar en aquel vehículo no lo consiguió. Con mucho dolor asió el manillar izquierdo y saltó a horcajadas sobre ella. Tiró del embrague, pisó el cambio, soltó el embrague, aceleró y… se caló. Sintió un dolor intenso y agudo que hizo que bajara la cabeza buscando su origen. De su muslo derecho manaba sangre de tres profundos surcos paralelos. Las uñas habían desgarrado su pantalón, atravesado la epidermis y llegado hasta el músculo. Carla ahogó un grito mordiéndose el labio inferior. Varias manos se agarraron a su cuerpo. El olor de la sangre les había excitado. Arrancó, volvió a tirar del embrague, de nuevo pisó el cambio y otra vez fue soltando el embrague acelerando a tope. La rueda de atrás derrapó en el asfalto y Carla salió a toda velocidad, golpeando varios cuerpos que tenía delante.

Avanzaba con velocidad contenida, porque su objetivo era que la siguieran. En un par de minutos llegó al parque del Amanecer. Una enorme explanada de hierba y caminos de arena que finalizaba en un abrupto corte a cuchillo sobre la costa, con una caída de más de doscientos metros. En el borde, orientado hacia el este, se situaba el mirador del Amanecer. En un giro sobre la arena la moto se desequilibró. Carla intentó enderezarla apoyando el pie derecho en el suelo pero la herida había dañado su cuádriceps y 234 kilos cayeron a plomo sobre su maltrecha pierna. El dolor fue insoportable. No se permitió perder el sentido y salió arrastrándose de debajo de la moto. Se levantó apoyando todo su peso en la pierna sana.
Le quedaban aún quinientos metros hasta el mirador.
Comenzó a avanzar saltando a la pata coja.
Por Juan.
Por Celia.

Ya llegamos.

Aún estaba oscuro. Al fondo del acantilado las olas chocaban con furia contra las rocas. Olía a sudor, sangre y miedo a partes iguales. La horda sin vida atraída por su sangre avanzaba lenta pero inexorablemente hacia ella. «Son tres mil dos, porque delante van dos y detrás unos tres mil», sonrió. A Celia, su hija de 8 años, le encantaba ese chiste. Lo contaba a todas horas. La había dejado en buenas manos. Solo un puñado de personas habían logrado salvarse. «No salgáis del búnker hasta que haya amanecido».
Los tres mil dos estaban a menos de veinte metros de ella.

Paré de teclear. Hinqué los codos en la mesa y apoyé la frente sobre las manos. Pensé en lanzarla al vacío y salvar su vida. Quizá podría aferrarse a alguna rama en el último instante. Busqué un motivo, una puta razón para no acabar con ella en ese momento. ¿Quizá una trilogía? Actualmente no eres nadie si no escribes una trilogía.

Apoyé lentamente los dedos sobre el teclado y cerré los ojos. Respiré profundamente.

Acabemos con esta aventura, Carla.

Abrí los ojos con determinación y con la mirada fija en la pantalla comencé a golpear las teclas con triste rabia contenida.